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Último número Nº66

EDITORIAL

Ética, vocación y servicio público

En los tiempos convulsos que nos ha tocado vivir no es descabellado pensar que más de uno nos hemos podido llegar a preguntar qué significa ser Abogado del Estado e incluso si ha merecido la pena el sacrificio que supuso, en su momento, dedicar varios años de nuestra juventud para aprobar esta oposición. En el curso de estas reflexiones no está de más recordar que en el corazón del Estado de Derecho, el papel del Abogado del Estado se dibuja con un trazo singular porque ejercemos como juristas pero desde una estructura plenamente integrada en la Administración. Somos abogados, pero, ante...

En los tiempos convulsos que nos ha tocado vivir no es descabellado pensar que más de uno nos hemos podido llegar a preguntar qué significa ser Abogado del Estado e incluso si ha merecido la pena el sacrificio que supuso, en su momento, dedicar varios años de nuestra juventud para aprobar esta oposición.

En el curso de estas reflexiones no está de más recordar que en el corazón del Estado de Derecho, el papel del Abogado del Estado se dibuja con un trazo singular porque ejercemos como juristas pero desde una estructura plenamente integrada en la Administración. Somos abogados, pero, ante todo, somos funcionarios públicos, y esta doble condición —funcionario público y abogado— nos sitúa en una encrucijada donde la ética profesional cobra un matiz propio.

En el desarrollo de nuestro trabajo a diario se nos plantean desafíos como responder a la pregunta de hasta dónde llega nuestra independencia teniendo en cuenta nuestra integración en la organización administrativa de la que formamos parte. En este escenario, la ética del Abogado del Estado es un ejercicio de equilibrio: una ética tripartita que combina la profesional, la personal y la institucional. Se trata de tres plano interconectados, pero distintos.

La ética profesional se refiere al cumplimiento de los deberes deontológicos propios de la abogacía e implica actuar con independencia, confidencialidad, diligencia y respeto a las partes, al tribunal y al sistema legal. Aunque no estamos obligados a colegiarnos ni sometidos a la disciplina de los colegios de abogados, debemos inspirarnos en los principios deontológicos de la abogacía siempre que resulten compatibles con nuestra función pública. Debemos observar estos principios, aunque modulados a la luz de la jerarquía administrativa, la unidad de doctrina y el principio de legalidad que rige nuestro estatuto jurídico.

La ética institucional, por su parte, es específica del entorno en el que desarrollamos nuestra labor como Abogados del Estado y está vinculada a nuestra condición de funcionarios, sujetos a jerarquía, legalidad, lealtad institucional y subordinación a las estrategias definidas por órganos superiores. En este caso la ética no se dirige solo a preservar la integridad personal del profesional, sino la confianza pública en el sistema jurídico-administrativo que representa.

La ética personal, finalmente, es la más íntima y subjetiva, pero no por ello menos relevante. Afecta a nuestra integridad como profesionales en la toma de decisiones, nuestra coherencia interna y responsabilidad moral frente a dilemas que se nos pueden plantear entre lo legal, lo legítimo y lo justo. En nuestro caso, la ética personal cobra especial importancia cuando nos enfrentamos a situaciones en las que el derecho positivo no ofrece soluciones claras, o cuando hay conflicto entre convicciones propias y directrices institucionales.

Nuestra ética profesional como Abogados del Estado, por tanto, se estructura como una ética compuesta, en la que estos tres planos se superponen, tensionan y a menudo deben ser armonizados en cada decisión jurídica y procesal. No basta con que cumplamos la ley ni con ajustarnos al criterio superior: se requiere también, por nuestra parte, un compromiso activo con los valores de integridad, imparcialidad y responsabilidad que sustentan el servicio público al cual nos debemos. Un marco en el que el rigor técnico convive con la lealtad institucional, y donde cada decisión jurídica puede tener un eco político o social más amplio.

Ser Abogado del Estado no es solo ejercer el Derecho: es también representar a la Administración con la máxima integridad y lealtad. Garantizar el equilibrio entre estos tres ámbitos de la ética es responsabilidad no solo de cada uno de nosotros, sino también de la estructura en la que nos integramos que debe garantizar la independencia de criterio técnico en el desarrollo de nuestras funciones: cuando informamos en derecho, cuando defendemos las resoluciones administrativas en juicio, cuando defendemos funcionarios públicos, cuando trabajamos, en definitiva.

Y respondiendo a la pregunta con la que comenzaba este editorial, si ha merecido la pena aprobar esta oposición, la respuesta es que sí, sin ningún género de duda.


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